La orden de seguir vino de arriba, aunque nadie pudo fehacientemente comprobarlo. Solíamos estar preparados para resistir largas horas sin parar de tocar, pero esa noche algo fuera de lo común estaba sucediendo delante de nuestras propias narices; o mejor dicho, de nuestros propios oídos.
La ópera constaba de cuatro actos y duraba aproximadamente cinco horas, lo que era ya de por si, una representación larga. Sucedió que, de pronto, el tercer acto no terminaba nunca. No era nuevo en nuestra profesión que a veces esas cosas sucedan, debido generalmente a los “tempi” excesivamente lentos que los cantantes se tomaban para sus arias, o a la pesada mano de algún vetusto director, pero esa noche el tercer acto se había alargado más de la cuenta; estábamos exhaustos, necesitábamos parar para tomar aunque sea un poco de agua. Tocábamos y tocábamos y sin embargo en nuestros atriles todavía nos sobraban páginas para ejecutar.
Apelamos al sentido común y resolvimos mandar a alguien a averiguar qué era lo que estaba sucediendo, quién nos estaba tomando por estúpidos, porqué nos cambiaron la música sin consultarnos. Uno de los violinistas, elegido al azar, el que estaba más cerca de la puerta de salida de nuestro foso, fue el encargado de hablar con las autoridades. Pero ni bien dejó de tocar y abandonó su lugar de trabajo, cayó muerto al lado de su atril. Esto provocó tal alboroto que lo mismo les sucedió a los que quisieron ayudarlo. La conclusión fue unánime. El que dejaba de tocar fallecía al instante por causas que nos eran desconocidas hasta ese momento. Sin quererlo, habíamos caído en una gigantesca trampa mortal. Los que dejaban de trabajar se morían instantáneamente y los que seguíamos tocando nos esperaba un futuro de hambre y sed. ¿Quién había ideado semejante acto de barbaridad?
Las horas seguían pasando, ya no quedaba nadie en el teatro, ya no sabíamos porqué ni para quién cumplíamos con nuestra pesada labor. Las consecuencias no tardaron en llegar. La sed se tornó insoportable, los más viejos caían como moscas, los más jóvenes resistían como podían. Faltaba el aire, el calor transpiraba por las paredes como si tuviesen fiebre. La consigna era aguantar hasta encontrar una solución al misterioso conflicto cuyo origen desconocíamos por completo. Lo primero era saber porqué los músicos se morían al abandonar su atril. Si lográbamos solucionar este escollo, quizás una luz se vería al final del túnel.
La solución la dio alguien de los bronces al descubrir sobre el smoking de un compañero que yacía en el piso, un diminuto dardo clavado en su solapa. Uno o varios francotiradores estaban apostados en la platea, pero la oscuridad les otorgaba un manto de impunidad. Usamos nuestros atriles como escudos y los que pudimos logramos escapar, pero cuando salimos del foso descubrimos que el teatro se había derrumbado; la puerta de nuestro querido foso estaba taponada de escombros. La única solución era salir por la platea y enfrentar a los francotiradores. Armamos un túnel con los estuches más grandes, logramos atajar los dardos y fuimos lentamente pasando a la platea.
Cuando el último de los músicos sobrevivientes logró escapar del foso, el director dio por concluido el tercer acto; así lo estipulaba la partitura. Nosotros, ahora, estábamos sometidos al influjo de su insólito poder. Nuestro destino estaba ligado al autor de esta partitura a tal punto que ya no distinguíamos una cosa de la otra. Una maldición se había desatado sobre nuestros hombros. ¿Quién había escrito esta opera maldita?
Los que aún quedaban en la platea (quizás eran los francotiradores) aplaudían a rabiar y elogiaban la originalidad de la puesta en escena. “No se vayan muy lejos que todavía falta un acto” nos dijo el maestro. Miré la partitura y fue como ver el futuro incierto que nos esperaba.
Era inútil escapar del cuarto acto, el más largo de todos, el que transcurría con el teatro vacío. Todavía lo seguimos ejecutando.
Gabriel Falconi
La ópera constaba de cuatro actos y duraba aproximadamente cinco horas, lo que era ya de por si, una representación larga. Sucedió que, de pronto, el tercer acto no terminaba nunca. No era nuevo en nuestra profesión que a veces esas cosas sucedan, debido generalmente a los “tempi” excesivamente lentos que los cantantes se tomaban para sus arias, o a la pesada mano de algún vetusto director, pero esa noche el tercer acto se había alargado más de la cuenta; estábamos exhaustos, necesitábamos parar para tomar aunque sea un poco de agua. Tocábamos y tocábamos y sin embargo en nuestros atriles todavía nos sobraban páginas para ejecutar.
Apelamos al sentido común y resolvimos mandar a alguien a averiguar qué era lo que estaba sucediendo, quién nos estaba tomando por estúpidos, porqué nos cambiaron la música sin consultarnos. Uno de los violinistas, elegido al azar, el que estaba más cerca de la puerta de salida de nuestro foso, fue el encargado de hablar con las autoridades. Pero ni bien dejó de tocar y abandonó su lugar de trabajo, cayó muerto al lado de su atril. Esto provocó tal alboroto que lo mismo les sucedió a los que quisieron ayudarlo. La conclusión fue unánime. El que dejaba de tocar fallecía al instante por causas que nos eran desconocidas hasta ese momento. Sin quererlo, habíamos caído en una gigantesca trampa mortal. Los que dejaban de trabajar se morían instantáneamente y los que seguíamos tocando nos esperaba un futuro de hambre y sed. ¿Quién había ideado semejante acto de barbaridad?
Las horas seguían pasando, ya no quedaba nadie en el teatro, ya no sabíamos porqué ni para quién cumplíamos con nuestra pesada labor. Las consecuencias no tardaron en llegar. La sed se tornó insoportable, los más viejos caían como moscas, los más jóvenes resistían como podían. Faltaba el aire, el calor transpiraba por las paredes como si tuviesen fiebre. La consigna era aguantar hasta encontrar una solución al misterioso conflicto cuyo origen desconocíamos por completo. Lo primero era saber porqué los músicos se morían al abandonar su atril. Si lográbamos solucionar este escollo, quizás una luz se vería al final del túnel.
La solución la dio alguien de los bronces al descubrir sobre el smoking de un compañero que yacía en el piso, un diminuto dardo clavado en su solapa. Uno o varios francotiradores estaban apostados en la platea, pero la oscuridad les otorgaba un manto de impunidad. Usamos nuestros atriles como escudos y los que pudimos logramos escapar, pero cuando salimos del foso descubrimos que el teatro se había derrumbado; la puerta de nuestro querido foso estaba taponada de escombros. La única solución era salir por la platea y enfrentar a los francotiradores. Armamos un túnel con los estuches más grandes, logramos atajar los dardos y fuimos lentamente pasando a la platea.
Cuando el último de los músicos sobrevivientes logró escapar del foso, el director dio por concluido el tercer acto; así lo estipulaba la partitura. Nosotros, ahora, estábamos sometidos al influjo de su insólito poder. Nuestro destino estaba ligado al autor de esta partitura a tal punto que ya no distinguíamos una cosa de la otra. Una maldición se había desatado sobre nuestros hombros. ¿Quién había escrito esta opera maldita?
Los que aún quedaban en la platea (quizás eran los francotiradores) aplaudían a rabiar y elogiaban la originalidad de la puesta en escena. “No se vayan muy lejos que todavía falta un acto” nos dijo el maestro. Miré la partitura y fue como ver el futuro incierto que nos esperaba.
Era inútil escapar del cuarto acto, el más largo de todos, el que transcurría con el teatro vacío. Todavía lo seguimos ejecutando.
Gabriel Falconi
Músico y escritor nacido en el Uruguay y radicado en la Argentina. Ganó el premio especial de narrativa breve de la Fundación La Faceta de Salamanca, España, en el 2005.