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viernes, 11 de noviembre de 2011

La ópera maldita -Gabriel Falconi



La orden de seguir vino de arriba, aunque nadie pudo fehacientemente comprobarlo. Solíamos estar preparados para resistir largas horas sin parar de tocar, pero esa noche algo fuera de lo común estaba sucediendo delante de nuestras propias narices; o mejor dicho, de nuestros propios oídos.
La ópera constaba de cuatro actos y duraba aproximadamente cinco horas, lo que era ya de por si, una representación larga. Sucedió que, de pronto, el tercer acto no terminaba nunca. No era nuevo en nuestra profesión que a veces esas cosas sucedan, debido generalmente a los “tempi” excesivamente lentos que los cantantes se tomaban para sus arias, o a la pesada mano de algún vetusto director, pero esa noche el tercer acto se había alargado más de la cuenta; estábamos exhaustos, necesitábamos parar para tomar aunque sea un poco de agua. Tocábamos y tocábamos y sin embargo en nuestros atriles todavía nos sobraban páginas para ejecutar. 
Apelamos al sentido común y resolvimos mandar a alguien a averiguar qué era lo que estaba sucediendo, quién nos estaba tomando por estúpidos, porqué nos cambiaron la música sin consultarnos. Uno de los violinistas, elegido al azar, el que estaba más cerca de la puerta de salida de nuestro foso, fue el encargado de hablar con las autoridades. Pero ni bien dejó de tocar y abandonó su lugar de trabajo, cayó muerto al lado de su atril. Esto provocó tal alboroto que lo mismo les sucedió a los que quisieron ayudarlo. La conclusión fue unánime. El que dejaba de tocar fallecía al instante por causas que nos eran desconocidas hasta ese momento. Sin quererlo, habíamos caído en una gigantesca trampa mortal. Los que dejaban de trabajar se morían instantáneamente y los que seguíamos tocando nos esperaba un futuro de hambre y sed. ¿Quién había ideado semejante acto de barbaridad?
Las horas seguían pasando, ya no quedaba nadie en el teatro, ya no sabíamos porqué ni para quién cumplíamos con nuestra pesada labor. Las consecuencias no tardaron en llegar. La sed se tornó insoportable, los más viejos caían como moscas, los más jóvenes resistían como podían. Faltaba el aire, el calor transpiraba por las paredes como si tuviesen fiebre. La consigna era aguantar hasta encontrar una solución al misterioso conflicto cuyo origen desconocíamos por completo. Lo primero era saber porqué los músicos se morían al abandonar su atril. Si lográbamos solucionar este escollo, quizás una luz se vería al final del túnel. 
La solución la dio alguien de los bronces al descubrir sobre el smoking de un compañero que yacía en el piso, un diminuto dardo clavado en su solapa. Uno o varios francotiradores estaban apostados en la platea, pero la oscuridad les otorgaba un manto de impunidad. Usamos nuestros atriles como escudos y los que pudimos logramos escapar, pero cuando salimos del foso descubrimos que el teatro se había derrumbado; la puerta de nuestro querido foso estaba taponada de escombros. La única solución era salir por la platea y enfrentar a los francotiradores. Armamos un túnel con los estuches más grandes, logramos atajar los dardos y fuimos lentamente pasando a la platea.
Cuando el último de los músicos sobrevivientes logró escapar del foso, el director dio por concluido el tercer acto; así lo estipulaba la partitura. Nosotros, ahora, estábamos sometidos al influjo de su insólito poder. Nuestro destino estaba ligado al autor de esta partitura a tal punto que ya no distinguíamos una cosa de la otra. Una maldición se había desatado sobre nuestros hombros. ¿Quién había escrito esta opera maldita?
Los que aún quedaban en la platea (quizás eran los francotiradores) aplaudían a rabiar y elogiaban la originalidad de la puesta en escena. “No se vayan muy lejos que todavía falta un acto” nos dijo el maestro. Miré la partitura y fue como ver el futuro incierto que nos esperaba.
Era inútil escapar del cuarto acto, el más largo de todos, el que transcurría con el teatro vacío. Todavía lo seguimos ejecutando.

Gabriel Falconi
Músico y escritor nacido en el Uruguay y radicado en la Argentina. Ganó el premio especial de narrativa breve de la Fundación La Faceta de Salamanca, España, en el 2005.

La astilla -Christian Nutz de la Calle



Angelo era uno de los asesinos más célebres en los círculos del Hampa y digo sólo célebre y no conocido porque muy pocos lo habían visto alguna vez. Únicamente los peces más gordos tenían que ver con él y no a menudo cuando se trataba de arreglar un asunto de manera drástica. Eso sí, se rumoreaba que sus ojos tenían el color del plomo y que atenazaba a la víctimas con el hielo de su mirada antes de matarlas.

Había nacido en una aldea cerca de Gela, en el sur de Sicilia. De hijos campesinos, su familia no había conocido otra cosa que no fuera hambre y miseria. Un buen día, el "Patrone" de la zona, el signore Aquino, ordenó asesinar al padre de Ángelo. Tuvo que morir para dar un escarmiento a los demás campesinos, para que no se les ocurriese ser tan quisquillosos como el padre a la hora de pagar el arriendo de las tierras. La venganza no se hizo esperar. El cacique solía ir los sábados a la barbería donde Tomasso, el primo de Ángelo, trabajaba como aprendiz. Ángelo lo esperó escondido en la parte trasera del local. Cuando el patrón se sentó en la silla y cerró los ojos, dejándose afeitar, Tomasso lo sujetó mientras Ángelo le cortaba el cuello de oreja a oreja. Luego, ambos escaparon. A los pocos días del asesinato, gracias a las pesquisas de los Carabinieri, sorprendieron al primo en su escondrijo en las montañas. A los hombres del difunto “Patrone” no les importó la presencia de los agentes del orden que hacían como si la cosa no fuera con ellos. Rociaron con gasolina al pobre Tomasso y después de dejarle lloriquear un buen rato, le prendieron fuego. Ángelo tuvo mejor suerte, consiguió llegar hasta Palermo. Una vez allí, consiguió enrolarse como pinche de cocina en un buque mercante que zarpaba hacia los Estados Unidos.

En América empezó con buen pie. Se alistó en un principio como simple"soldado" en las filas de la Mafia. Gracias a su sangre fría y a la lealtad que demostraba se ganó la confianza de los jefes. Con el tiempo se hizo indispensable y su reputación se alzó por las nubes. Hecho que le permitió independizarse más adelante y trabajar en solitario. Los que en un pasado lo habían conocido murieron o desaparecieron cuando no sabían guardar un secreto.
Ángelo había comenzado su aprendizaje como asesino donde los otros lo concluían, con el arma blanca. Matar a distancia con el fusil provisto de mira telescópica o poner una bomba requería talento, precisión, pero meterle cuatro puñaladas a alguien a sangre fría exigía agallas aparte de experiencia. Ángelo llegaba a identificarse con sus víctimas, saboreaba incluso su pánico. Este y no otro era el verdadero secreto de su maestría como asesino. Sin embargo lo más difícil de su profesión venía después, cuando había que deshacerse del cadáver, descuartizarlo o disolverlo en ácido sulfúrico, según requiriera la ocasión; había que tener coraje, sobre todo si se trataba de algún conocido que había caído en desgracia. Para Ángelo, su trabajo era más que un pasatiempo, mucho más que una labor realizada con esmero y precisión.
Lo que nadie sabía es que existía una fisura, una grieta en su naturaleza de granito. Ángelo tenía un hijo, un muchacho de quince años. Hacía de eso más de diez años, cuando el padre del muchacho, un abogado que husmeaba demasiado, se puso a malas con la Mafia y decidieron quitarlo de en medio, a él y a su familia. Ángelo aún desconocía el motivo, no pudo matar al pequeño. Había algo en el pequeño que le recordaba si mismo. Comenzó a hacer planes. Deseó que su hijo fuera algún día ingeniero, o médico, o incluso juez, porqué no. Ángelo invistió toda su energía en el pequeño.

Esto piensa Ángelo mientras limpia una de sus armas referidas, una Browning, sentado en un taburete junto a la ventana de la cocina. Su hijo a su lado contempla absorto el arma. Las calles están vacías, es domingo. El sol lanza destellos sobre la avenida. Muchos han partido de vacaciones y el cielo sonríe con tanta luz. 
El chico hace un ademán, le pide el revolver al padre. Al principio Ángelo vacila, pero luego sus labios se ensanchan en lo que podría ser una sonrisa y le ofrece el arma. El muchacho hace como si disparase contra blancos imaginarios imitando el estruendo de las balas con la boca. Dos arrugas en la frente del padre se oponen a la conducta del hijo. Quiere quitarle el revolver. El muchacho se aparta y lo apunta con el arma. Su rostro se oscurece. Adopta una expresión hasta entonces desconocida. Ángelo descubre por fin la afinidad que tanto los une y que en ese mismo instante se exterioriza en los ojos del muchacho a través de esa mirada acuosa de azul incienso, gélida como el plomo; la misma expresión con la que Ángelo se suele despedirse de sus víctimas. Angelo siente miedo por primera vez, pero ya era tarde. Escucha el disparo, antes de que su cabeza vaya a estamparse contra la pared y el proyectil le destroce el cráneo.

Su hijo nunca será ingeniero, o médico, ni mucho menos llegará a ser juez. Se convertirá en un asesino mucho mejor que su padre. Jamás cometerá la estupidez de adoptar a un hijo, a una astilla que le revuelva los escrúpulos.


Christian Eduardo Nutz de la Calle
Ante todo agradezco la gentileza de aquellos que se hayan tomado la molestia de leerme. Permítanme presentarme y escribir un par de líneas sobre mi persona. Nací en Barcelona, en marzo de 1963, hijo de madre española y padre alemán. Resido en este país desde hace más de veinte años. Sin embargo, es el castellano, mi lengua materna, en la que siempre he podido expresar mejor todas mis inquietudes.
Desde que tengo uso de razón me han fascinado los libros. Me encantaba imaginar y crear historias sobre las obras que desde la infancia devoraba, hasta que un día descubrí que la fantasía de los otros ya no me bastaba. Así pues, una vez superados mis primeros temores, me puse a escribir decidido a darle vida a mis propias quimeras que no eran pocas. Comencé escribiendo poesías, pasión que ya sentí en la adolescencia y que aún suelo practicar en mis ratos libres. Más tarde me atreví a escribir cuentos y relatos breves, entretenimiento que a la larga podríamos decir, se ha convertido en el núcleo principal de mi estilo.
Actualmente me dedico a la realización de una novela fantástica libro de cuentos. Mi género abarca un amplio espectro, aunque sin duda se me podría catalogar dentro de la ficción. Mi temática oscila entre la literatura fantástica y la novela de carácter existencialista.
 
¿Qué podría decirles más de mi? Pues sencillamente que me lean y luego juzguen, además no es mi intención aburrirles con tanta charla.
 

Un cordial saludo
 
Christian Eduardo Nutz de la Calle, Munich
 

Obras: "Cuentos de Luz y sombra en el Edén", cuentos y ficciones
"El desván de las quimeras", Narraciones y cuentos cortos
"Poemas de limbo", poemario

La muerte del agua -Enrique Anderson Imbert



El calor había venido rodando por los caminos de polvo y de sol y ya estaba junto a los hombres, dominando la siesta. Al menor ademán tropezábamos con su pulpa, pues él estaba echado largo a largo y en todas partes. (¡Esa impudicia de sus carnes fofas!) De poder lo habríamos asesinado con veinte mil puñales de hielo para que luego las nubes llevaran su cadáver por los aires y lo tirasen al mar. Pero no podíamos. Lo mejor era esperar a que descansase y se fuera en paz.
Eso hacía yo, aguantándome en un rincón del patio y tan quieto como las tinas y los helechos. Sólo yo estaba allí, y el patio existía porque yo lo miraba. Los demás huéspedes habían huido a sus celdas o al vestíbulo umbroso, olvidados de esta parte del hotel a la que i atención impedía deshacerse en la nada. El patio dorado y humeante como una fragua, me agradecía que no lo ignorase.
Tupidas enredaderas gateaban por las paredes y se detenían en deleitosas cuencas de frescura. Las macetas –coloradas- eran lámparas que borbotaban continuamente hojas y hojas de luz verde oscura. Pero esas sombras vegetales no alcanzaban a ensombrecer la radiante reverberación del sol.
Todo el paisaje en llamas se hizo más vivo –como si alguien lo hubiera soplado- cuando apareció por el otro extremo el mozo del hotel. El patio se encendió aún más bajo el reflector de los nuevos ojos: ¡muros y mosaicos vivían no solamente en mi conciencia, sino en la de otro hombre; eran, pues, verosímiles, no espectros de ensueño!
El mozo venía con las piernas desnudas y derritiéndose en sudor. Sus pies corrían una carrerita sobre invisibles ascuas y todo su cuerpo se le agobiaba por el peso de un balde repleto de agua. Yo, que había estado pensando en risas de surtidores, glicinas violáceas, húmedos hocicos de galgos, legiones de ángeles con sus alas en abanico, espejos, lluvias y cuanto refresca la mente, acogí la presencia del agua con la ansiosa inmovilidad de la raíz.
Entretanto el mozo se acercaba trayendo el agua desnuda, limpia, encogida en el balde como una doncella en su lecho apacible. Cuando llegó a las tinas el mozo hundió su vista de bestia cansada en la ternura del agua, que debía de estar soñando en el cielo azul y antes de que yo pudiera evitarlo levantó el balde y la arrojó con fuerza contra la pared. Una blanda estela de luz, torneada y móvil, intentó en el aire su milagro de hada. Pero se estrelló contra la dureza. El agua gritó de dolor y quedó atontada, con sus huesos molidos. Luego, como un pez fuera de la piscina, se removió agónicamente y fue aquietándose, dando saltitos cada vez más pequeños, hasta aflojarse en un estertor último. Quedó inerte, cubierta de colillas, de terrones, de basuras salidas abyectamente de los rincones y de las rendijas del patio. Y se deslizó flotante, como un cocodrilo muerto que sobrenada a la deriva llevando sobre sí la escoria del río.

 Enrique Anderson Imbert

(Córdoba-Argentina, 1910-2000)
Filósofo, docente, historiador, escritor, ensayista, crítico. Viviendo en La Plata, a los dieciséis años comenzó a publicar ensayos y cuentos en los periódicos de esa ciudad. Unos años después, en la ciudad de Buenos Aires publicó en La Nación, Sur, etc.
Dio cátedra en la Universidad Nacional de Cuyo y luego en la Universidad Nacional de Tucumán. En 1931 era editor de la sección literaria del legendario y socialista periódico platense “La Vanguardia”. Destituido de su cátedra en Tucumán por gobierno de Juan Domingo Perón, se fue a Estados Unidos becado por la Universidad de Columbia.
Se graduó de Profesor en Letras en 1940 y obtuvo el doctorado en 1945.
Enseñó en las universidades de Michigan, Princeton, Duke y Harvard. En Harvard se creó para él la cátedra y Literatura Hispanoamericana.
Es miembro de la Academia Argentina de Letras, de la Real Academia Española, la Sociedad Americana de Artes y Ciencias, la Academia Norteamericana de la Lengua, la Academia Chilena de la Lengua, la Academia de Artes y Ciencias de Puerto Rico.
Entre otros títulos honoríficos ha recibido el de Doctor en Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, Artium Magistrum de Harvard University, Profesor Honorífico de la Universidad Henríquez Ureña de Santo Domingo, Doctor Honoris Causa de la Universidad Nacional de Tucumán.
Sus cuentos mixturan de forma magistral lo fantástico y el realismo mágico.
Algunas de sus obras de narrativa podemos encontrar: Vigilia (novela), El mentir de las estrellas (cuentos), El gato de Cheshire (cuentos), El grimorio (cuentos), Las pruebas del caos (cuentos), El anillo de Mozart (cuentos).

martes, 8 de febrero de 2011

En los ojos del hijo

Lo arropó como todas las noches. Besó su frente, le susurró un lánguido “duerme bien” al oído y bajó las escaleras en puntas de pie.
Se sentó en el sillón más cómodo del living y mecánicamente encendió el televisor. Con el control remoto en la mano, pasaba uno a uno los canales. Se detuvo sin pensarlo en un documental que mostraba como, en algún lugar del mundo, un horrible escarabajo negro construía su casa con estiércol.
No recordaba el momento exacto en que había notado aquél brillo. Era un pequeño destello en los pequeños ojos, un resplandor imperceptible para cualquier persona que no fuera ella. Porque ella era madre, y las madres saben.
Se pasó la mano por la frente y descubrió que, a pesar del frío, estaba sudando. Era un sudor localizado sólo en la frente, el resto de su cuerpo estaba helado.
Las diez de la noche y sola. Hacía meses que su hombre no llegaba a casa sino hasta las dos. Escuchaba las agujas del reloj moverse por encima del bajísimo volumen que le había dado al televisor, y sentía que los segundos tardaban mucho más de lo debido en formar minutos. Su percepción del tiempo se veía alterada por la soledad, y por el miedo.
Se recostó transversalmente en el sillón, con la cabeza sobre uno de los apoyabrazos y las piernas colgando del otro. Los zapatos cayeron sobre el piso de madera, haciendo un ruido demasiado fuerte. Agudizó sus oídos con el corazón latiéndole en la garganta: no, no se había despertado. La sola idea de escuchar el llanto la llenaba de angustia. Nunca sabía cuando se iba a presentar el brillo.
Cuando se presentaba los ojos de su hijo eran otros. El espejo se empañaba y ella ya no lograba verse.
Ahora la pantalla mostraba una especie de langosta que, para camuflarse, tomaba la apariencia de una hoja verde. Había que esforzarse para distinguirla entre el follaje. Quién sabe cuántas langostas escondidas habría en su propio jardín, allí, invisibles entre las hojas del rosal cuando florecía en primavera.
Primavera. Qué lejana parecía ahora la idea de la primavera, en medio del frío, de la incertidumbre, del brillo en los ojos.
Había dudado al principio. Se había obligado a pensar que era sólo algún tipo de alucinación, un juego perverso de su mente, una artimaña más de su psiquis para bloquearle el camino hacia la felicidad que por fin había alcanzado. Pero con el pasar de los meses ya no pudo negarlo. Realmente había algo en esos ojos.
Cuando la miraban se le congelaba el alma.
Al escuchar el llanto ella corría hacia la cuna y él, al verla, dejaba inmediatamente de llorar y le clavaba los ojos encima, callado y sereno, consciente del temor que provocaba. Entonces ella respondía a las necesidades de su hijo, lo aseaba, lo alimentaba, pronunciaba las palabras de rigor y hasta fingía una caricia. Algunas veces, mientras dormía, se asomaba a contemplar su belleza: el fino cabello rojizo que apenas cubría la pequeña cabeza, las manitos regordetas y las mejillas rosadas. Sería hermoso, si sólo tuviese los ojos cerrados. Siempre.
Trabajosamente se incorporó y caminó, descalza como estaba, hasta el ventanal enorme que comunicaba la cocina con el patio trasero. El viento mecía las ramas secas, acariciándolas con la suavidad de un ángel.
Ella apoyó su frente ardiendo contra el vidrio. Sintió el frío reconfortante. Lloró.
Si tan sólo hubiera sabido.
Pero no, no podía saberlo. Entonces todo en su vida era dicha, sentía crecer día a día esa criatura en su interior, descubriendo cada cambio, imaginando la textura de su piel, la forma de sus manos. Cuando lo sentía moverse dentro de su vientre, ella se quedaba tan quieta, conteniendo la respiración, saboreando la sensación única de estar gestando vida. Y se sabía importante, el sol en el universo del ser que llevaba dentro, manantial de sustento y calor, células creciendo alimentadas por sus células.
Luego ese dolor intenso del que emergió, azul y ensangrentado, su primer hijo.
Recordaba todo con la exactitud de la obsesión: fechas, horas, minutos. Sin embargo, por más que se esforzase, no lograba recordar la primera vez que había notado el brillo.
Afuera la luna reflejaba un blanco obsceno. Las sombras otorgaban a los objetos familiares un aire fantasmagórico.
Cerró las cortinas, ya no quería ver.
Caminaba pesadamente, atenta a no resbalar con sus medias de seda sobre el piso encerado.
Sirvió café en la taza más grande que tenía. La noche sería larga, debía estar preparada.
Muy despacio volvió a ocupar su lugar en el sillón del living. En el televisor, un hombre luchaba mano a mano con un cocodrilo. Ella sonrió al verlo, le parecía imposible que el tipo ganara la batalla: el animal lo doblaba en tamaño y en peso. Quién sabe que se propondría al iniciar ese duelo. Quién sabe cual de los dos luchadores tendría más que perder.
Desde el reloj de la pared le llegaron unos acordes apagados. Las once. Sólo una hora había pasado, sesenta minutos, y para ella había sido la mismísima eternidad.
Acercó la taza de café a sus labios y sintió el calor del líquido dentro de la boca. El sabor amargo le hizo fruncir el seño. Le gustaba así el café: negro, sin azúcar. Pensó en agregarle un par de gotas de Brandy pero no, esa noche no estaba de humor para el alcohol.
Bebió un sorbo, y otro, y otro. No quería dejar que se enfriara. Necesitaba levantar la temperatura y atiborrarse de cafeína el organismo.
No le hubiera venido mal algo de nicotina, pero su marido era un acérrimo perseguidor de fumadores, y la había obligado a dejar el infernal vicio como condición indispensable para concretar el matrimonio. Ella no lo había extrañado, hasta esa noche.
Se sentía cansada, demasiado cansada. La frente le ardía y las manos eran bloques de hielo. Buscando calor se sentó sobre ellas. Comenzó a balancearse, atrás y adelante, atrás y adelante, cada vez más rápido. El corazón le latía fuertemente y la respiración se había vuelto agitada. De pronto se detuvo, sintiéndose algo así como idiota.
Debía dormir. Los huesos le dolían, sus pies hinchados casi no podían sostener su peso.
Se obligó a beber hasta la última gota de café. Cuando lo logró, el estómago le dio un vuelco. Debió hacer uso de toda su voluntad para no vomitar.
Escuchó el llanto lejano, como si viniera de otro mundo. Temblando subió la escalera.
Entró al cuarto y el niño se calló. La miraba con esa mirada inquietante, aterradora. Ella se acercó a la cuna y lo tomó en sus brazos.
Allí estaba el brillo. Verdadero, innegable.
Siguió meciéndolo, cantando una dulce canción de cuna. Cómo deseaba despertar de aquella pesadilla!
El hijo seguía mirándola, con la miel de sus pupilas transformada en negro. Un rictus se dibujó en la pequeña boca, intentando improvisar una sonrisa. Pero no lo era.
Ella, ésta vez, no dejó que el terror le hiciera girar la cabeza. Clavó sus ojos en los de él, desafiante.
En ese momento ya no tuvo dudas de lo que se reflejaba en los ojos del hijo.
El niño comenzó a dormirse, los músculos se relajaron en los brazos de su madre que continuaba cantando con lágrimas corriéndole en cascadas por las mejillas.
Ella lo dejó en su cuna, lo arropó y muy despacio le besó el cabello. Viéndolo así, el corazón se le estrujó dentro del pecho.
Sería hermoso, si sólo tuviese los ojos cerrados. Siempre.
Bajó las escaleras y con la respiración entrecortada caminó hasta la cocina. Le temblaban las manos al abrir el primer cajón de la derecha. Revisó frenéticamente su contenido, hasta que dio con lo que buscaba.
Hubiera dado su vida entera por no tener que hacer lo que haría.
Pero debía hacerlo.
Porque ella era madre. Y las madres saben.
En puntas de pie subió las escaleras, sujetando el pomo de pegamento con tal fuerza, que uno de sus extremos se le clavó en la carne.







María Claudia Capelli –Argentina, 1968-
“Soy profesora de lengua italiana aunque suene a vieja de rodete. Escribo desde que sé escribir y soy muy pero muy feliz haciéndolo”.

martes, 11 de enero de 2011

Parricidio

Fue cuando mi padre, el señor Primpirimpum, se transformó en botella, cuando vi claro la esencia de la cuestión. Me levanté del asiento: el cuarto en penumbra estaba lleno de magia, volutas de humos de raros ornamentaban el aire, los magos, en cuclillas, se balanceaban. Todo estaba repleto de sentencias, y era imperioso saber sobre esos ríos de cauce somnoliento, encender cien velas de fuego y de delirio e iluminar esas últimas cruzadas. Saber, en fin, saber sobre las intrincadas flechas direccionales, cual pudo ser aquel mejor sendero que no pisé, que no pisamos, para reivindicar las tantas cosas que hoy son muertas: el tic-tac del viejo reloj a péndulo que sin embargo no fue ritmo que cambiara las esencias.
“Funerales de muerte” –le escribí mentalmente en una carta de fecha veintidós del quinto mes del año- “me entrecierran los ojos al igual que otras viejas historias. Hay que invertir los contenidos de las letras, y trastocar urgente los significados; hay que demoler la educación tan criteriosa que fabricaron esos lindos diccionarios”. Era una carta larga, alocada, cuyo sentido podía ser cualquiera, aquel que uno le atribuyera dependiendo del cuándo y de dónde se leyera.
El señor Pimpirimpum, se transformó en botella, dije, un sábado a las cuatro de la tarde. Lo vimos todos, en aquel cuarto ido, desplegarse en reflejos, reducirse. El había afirmado con fervor, con conciencia, poder reinvertir su proceso, tomando no más de dos gotas de aquel líquido verde y perfumado. Lo vimos todos, en aquel cuarto ido, enmudecer la consigna de lo humano, desaparecer, transformarse, junto al recipiente verde, que su nuevo nacimiento había engendrado.
Señores, lo repito, fue ese día cuando se me acallaron las preguntas, cuando no hice más que levantarme y contemplar el cuarto lleno de volutas retorcidas, dispares, apareciendo y desapareciendo a intervalos.
Más tarde, pensé en escribirle aquella carta; me pareció importante, imprescindible que supiera el por qué de la acción ingrata, que, según dicen todos, realicé. Por tanto, me concentré especialmente, tratando de acercarme a esos ríos siempre constantes de la vida, intentando desdoblarme y quedarme desnudo, como al final o tal vez, al principio. “Perdóname”, comencé, buscando las palabras, “si considero que es irreversible toda transformación que ocurra cuando estamos. Tal como el crudo, inviolable nacimiento no puede postergarse, tampoco puede devolverse el cambio portentoso, inmerecido de la forma, el tamaño, la materia.” “Perdóname, pero hay que hacer cruces sobre los mapas y dejar de conocer la geografía, porque si se logra estar allí, que nos importa la locación exacta”. “Siempre creí que era indecente apropiarse de una fantasía ajena, crearse fines, resultados, que nos siguen siendo extraños”. “Tú dirás –y estoy seguro que tu nueva forma cristalina te ayudará a ver mejor las cosas- que fui apresurado, que añora sus miembros, el breve corazón latiendo, pero lo importante es que conservas la esencia, el diminuto, imposible atributo de la esencia.”
“Tú dirás, diremos todos, que sólo el pensamiento, la grande, imbatible Razón nos salvará. En este oscuro cuarto, nada queda, nada más que la inquisición siempre incompleta, el fruto desgajado de tantas religiones. No queda otra cosa en este cuarto que nuestro propio sudor desenfrenado, la bomba de hidrógeno, tal vez y nuevamente, el sistema planetario. Ya no puede importarnos el pasado, haber añorado las adoradas obras de otros pueblos y otros hombres, haber clasificado con orden y decoro, los datos de tantas destrucciones. Ya no puede importarnos descubrir hoy o mañana que algo nos otorgará más aliento –una pastilla que se yo, o un teletrasmisor de ondas- pues por más que los años se alarguen, el miedo es uno y dura todo el tiempo”.
“¿Qué más puedo decirte en esta carta? Te quise siempre: eras mi padre. Pero hoy que no tengo cementerio donde ir a llorar sobre tus huesos, esa botella en la que quedarás plasmado significa mi primera libertad biológica. Tal vez ahora, pueda dejar de comer todos los días, dejarme morir a voluntad o hacer el amor sin otra responsabilidad que el dar a luz hombres separados de los hombres, exquisitamente limpios, redimidos”.
Después de lo cual –todos los que allí estaban coinciden en afirmar- me levanté del asiento y me dirigí hasta el recipiente que guardaba la flamante, cristalina botella, que ese líquido podría convertir en persona, y haría estallar con la forma del Señor Pirimpimpum. Pero entonces, con ademán preciso, arrojé el recipiento contra el suelo, y el líquido se expandió en un charco verde, tintineante, que fue absorbido, poco a poco, por las fisuras, entre las viejas baldosas.












Teresa Porzecanski -1945
Escritora uruguaya, crítica cultural y profesora de antropología de la Facultad de Ciencias Sociales de Montevideo. Ha publicado ensayos, poesía, colecciones de cuentos y novelas.

martes, 13 de abril de 2010

Allá -Horacio Fontova

No sé si todo era más tranquilo, pero era más claro, grande y luminoso. Era la sorpresa de ver, oler, palpar y oír todo por primera vez. El recuerdo de la hermosa voz de mi madre cuando me acunaba extasiándome con su olor inolvidable, cuando jugar con mi trompo superaba cualquier intento de comprender la espiral del universo, más fácil y divertido que la meditación o el arduo yoga, cuando los Reyes Magos realmente existían, cuando me esperaban tantos cumpleaños, cuando jugar con mis soldaditos de juguete no tenía olor a sangre humana, cuando los grandes eran verdaderos colosos vistos desde abajo, cuando el viento, los truenos y el cielo estrellado hasta tenían sabores y olores súbitos y las nubes eran de algodón; cuando todo, cualquier cosa, se podía dibujar sin haber cursado la escuela de bellas artes, cuando obras sanitarias era un edificio lleno de agua, cuando no sabía que mi canario Petronio estaba preso, cuando llorar no daba vergüenza y reír era tan fácil, cuando mi mejor proyecto era esperar el día de poder afeitarme como mi padre, cuando la plaza Lavalle era el paraíso, cuando mis amigos empezaron a ser sagrados, cuando la magia era mi madre cocinando, cuando todo era esperar lo mejor, cuando todavía no me imaginaba nada de todo esto.










Horacio Fontova: (Buenos Aires, 13/10/1946)

Músico, actor, compositor, dibujante, escritor.

lunes, 11 de enero de 2010

Propiedades de las sombras -Harryhaller-

Cuando la dirección del viento y la posición del sol coinciden de una forma que me está vedado revelar, las ramas del árbol de las sombras emiten un sonido similar al del océano. Es en ese momento en que ellas se desprenden de sus tallos y cubren el suelo con su manto oscuro.

El efecto solo dura unos instantes (el peso de una sombra es increíblemente leve), luego se levantan por el aire y caen en lugares muy diversos, se posan sobre los ojos de las viudas, se refugian bajo los parasoles de los veraneantes, o maquillan el pelaje de un leopardo.

Sobre la copa de uno de ellos anida una paloma cuya sombra nunca aprendió a volar, y permanece en la rama hasta que su dueña regresa.

Existe también en el oriente, un zoológico de ellas. En ese lugar los cisnes producen contra la pared, la figura de un humano ejerciendo movimientos con las manos y los brazos.

Los árboles caídos también la poseen, generalmente debajo de ellos. Yo sé de un Ombú derribado, en el medio de las pampas, cuya sombra aun se mantiene erguida, cobijando al peregrino en las tardes de calor y protegiendo de las lluvias los días que llueve con sol.

Ellas se comportan como quieren en lo oscuro, y sus formas no respetan el diseño original,la negra silueta de una aguja, es por ejemplo, de noche una mujer hermosa.

Cuando me estoy por dormir, y cuando nadie la ve, puedo percibir la de una mujer, que hace tiempo me olvidó. Llega, me abraza, y me susurra al oído que todavía me quiere.

Se que no es fácil creer lo que les cuento, tal vez estén tentados en pensar que están leyendo solamente la sombra de un texto que alguna vez escribí, o quizás (y es mas probable) un texto escrito por la sombra de un escritor que no existe.




 
 
Harryhaller, seudónimo de Gabriel G. Escritor nacido en Bahía Blanca, provincia de Buenos Aires.