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martes, 11 de enero de 2011

Parricidio

Fue cuando mi padre, el señor Primpirimpum, se transformó en botella, cuando vi claro la esencia de la cuestión. Me levanté del asiento: el cuarto en penumbra estaba lleno de magia, volutas de humos de raros ornamentaban el aire, los magos, en cuclillas, se balanceaban. Todo estaba repleto de sentencias, y era imperioso saber sobre esos ríos de cauce somnoliento, encender cien velas de fuego y de delirio e iluminar esas últimas cruzadas. Saber, en fin, saber sobre las intrincadas flechas direccionales, cual pudo ser aquel mejor sendero que no pisé, que no pisamos, para reivindicar las tantas cosas que hoy son muertas: el tic-tac del viejo reloj a péndulo que sin embargo no fue ritmo que cambiara las esencias.
“Funerales de muerte” –le escribí mentalmente en una carta de fecha veintidós del quinto mes del año- “me entrecierran los ojos al igual que otras viejas historias. Hay que invertir los contenidos de las letras, y trastocar urgente los significados; hay que demoler la educación tan criteriosa que fabricaron esos lindos diccionarios”. Era una carta larga, alocada, cuyo sentido podía ser cualquiera, aquel que uno le atribuyera dependiendo del cuándo y de dónde se leyera.
El señor Pimpirimpum, se transformó en botella, dije, un sábado a las cuatro de la tarde. Lo vimos todos, en aquel cuarto ido, desplegarse en reflejos, reducirse. El había afirmado con fervor, con conciencia, poder reinvertir su proceso, tomando no más de dos gotas de aquel líquido verde y perfumado. Lo vimos todos, en aquel cuarto ido, enmudecer la consigna de lo humano, desaparecer, transformarse, junto al recipiente verde, que su nuevo nacimiento había engendrado.
Señores, lo repito, fue ese día cuando se me acallaron las preguntas, cuando no hice más que levantarme y contemplar el cuarto lleno de volutas retorcidas, dispares, apareciendo y desapareciendo a intervalos.
Más tarde, pensé en escribirle aquella carta; me pareció importante, imprescindible que supiera el por qué de la acción ingrata, que, según dicen todos, realicé. Por tanto, me concentré especialmente, tratando de acercarme a esos ríos siempre constantes de la vida, intentando desdoblarme y quedarme desnudo, como al final o tal vez, al principio. “Perdóname”, comencé, buscando las palabras, “si considero que es irreversible toda transformación que ocurra cuando estamos. Tal como el crudo, inviolable nacimiento no puede postergarse, tampoco puede devolverse el cambio portentoso, inmerecido de la forma, el tamaño, la materia.” “Perdóname, pero hay que hacer cruces sobre los mapas y dejar de conocer la geografía, porque si se logra estar allí, que nos importa la locación exacta”. “Siempre creí que era indecente apropiarse de una fantasía ajena, crearse fines, resultados, que nos siguen siendo extraños”. “Tú dirás –y estoy seguro que tu nueva forma cristalina te ayudará a ver mejor las cosas- que fui apresurado, que añora sus miembros, el breve corazón latiendo, pero lo importante es que conservas la esencia, el diminuto, imposible atributo de la esencia.”
“Tú dirás, diremos todos, que sólo el pensamiento, la grande, imbatible Razón nos salvará. En este oscuro cuarto, nada queda, nada más que la inquisición siempre incompleta, el fruto desgajado de tantas religiones. No queda otra cosa en este cuarto que nuestro propio sudor desenfrenado, la bomba de hidrógeno, tal vez y nuevamente, el sistema planetario. Ya no puede importarnos el pasado, haber añorado las adoradas obras de otros pueblos y otros hombres, haber clasificado con orden y decoro, los datos de tantas destrucciones. Ya no puede importarnos descubrir hoy o mañana que algo nos otorgará más aliento –una pastilla que se yo, o un teletrasmisor de ondas- pues por más que los años se alarguen, el miedo es uno y dura todo el tiempo”.
“¿Qué más puedo decirte en esta carta? Te quise siempre: eras mi padre. Pero hoy que no tengo cementerio donde ir a llorar sobre tus huesos, esa botella en la que quedarás plasmado significa mi primera libertad biológica. Tal vez ahora, pueda dejar de comer todos los días, dejarme morir a voluntad o hacer el amor sin otra responsabilidad que el dar a luz hombres separados de los hombres, exquisitamente limpios, redimidos”.
Después de lo cual –todos los que allí estaban coinciden en afirmar- me levanté del asiento y me dirigí hasta el recipiente que guardaba la flamante, cristalina botella, que ese líquido podría convertir en persona, y haría estallar con la forma del Señor Pirimpimpum. Pero entonces, con ademán preciso, arrojé el recipiento contra el suelo, y el líquido se expandió en un charco verde, tintineante, que fue absorbido, poco a poco, por las fisuras, entre las viejas baldosas.












Teresa Porzecanski -1945
Escritora uruguaya, crítica cultural y profesora de antropología de la Facultad de Ciencias Sociales de Montevideo. Ha publicado ensayos, poesía, colecciones de cuentos y novelas.