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viernes, 11 de noviembre de 2011

La ópera maldita -Gabriel Falconi



La orden de seguir vino de arriba, aunque nadie pudo fehacientemente comprobarlo. Solíamos estar preparados para resistir largas horas sin parar de tocar, pero esa noche algo fuera de lo común estaba sucediendo delante de nuestras propias narices; o mejor dicho, de nuestros propios oídos.
La ópera constaba de cuatro actos y duraba aproximadamente cinco horas, lo que era ya de por si, una representación larga. Sucedió que, de pronto, el tercer acto no terminaba nunca. No era nuevo en nuestra profesión que a veces esas cosas sucedan, debido generalmente a los “tempi” excesivamente lentos que los cantantes se tomaban para sus arias, o a la pesada mano de algún vetusto director, pero esa noche el tercer acto se había alargado más de la cuenta; estábamos exhaustos, necesitábamos parar para tomar aunque sea un poco de agua. Tocábamos y tocábamos y sin embargo en nuestros atriles todavía nos sobraban páginas para ejecutar. 
Apelamos al sentido común y resolvimos mandar a alguien a averiguar qué era lo que estaba sucediendo, quién nos estaba tomando por estúpidos, porqué nos cambiaron la música sin consultarnos. Uno de los violinistas, elegido al azar, el que estaba más cerca de la puerta de salida de nuestro foso, fue el encargado de hablar con las autoridades. Pero ni bien dejó de tocar y abandonó su lugar de trabajo, cayó muerto al lado de su atril. Esto provocó tal alboroto que lo mismo les sucedió a los que quisieron ayudarlo. La conclusión fue unánime. El que dejaba de tocar fallecía al instante por causas que nos eran desconocidas hasta ese momento. Sin quererlo, habíamos caído en una gigantesca trampa mortal. Los que dejaban de trabajar se morían instantáneamente y los que seguíamos tocando nos esperaba un futuro de hambre y sed. ¿Quién había ideado semejante acto de barbaridad?
Las horas seguían pasando, ya no quedaba nadie en el teatro, ya no sabíamos porqué ni para quién cumplíamos con nuestra pesada labor. Las consecuencias no tardaron en llegar. La sed se tornó insoportable, los más viejos caían como moscas, los más jóvenes resistían como podían. Faltaba el aire, el calor transpiraba por las paredes como si tuviesen fiebre. La consigna era aguantar hasta encontrar una solución al misterioso conflicto cuyo origen desconocíamos por completo. Lo primero era saber porqué los músicos se morían al abandonar su atril. Si lográbamos solucionar este escollo, quizás una luz se vería al final del túnel. 
La solución la dio alguien de los bronces al descubrir sobre el smoking de un compañero que yacía en el piso, un diminuto dardo clavado en su solapa. Uno o varios francotiradores estaban apostados en la platea, pero la oscuridad les otorgaba un manto de impunidad. Usamos nuestros atriles como escudos y los que pudimos logramos escapar, pero cuando salimos del foso descubrimos que el teatro se había derrumbado; la puerta de nuestro querido foso estaba taponada de escombros. La única solución era salir por la platea y enfrentar a los francotiradores. Armamos un túnel con los estuches más grandes, logramos atajar los dardos y fuimos lentamente pasando a la platea.
Cuando el último de los músicos sobrevivientes logró escapar del foso, el director dio por concluido el tercer acto; así lo estipulaba la partitura. Nosotros, ahora, estábamos sometidos al influjo de su insólito poder. Nuestro destino estaba ligado al autor de esta partitura a tal punto que ya no distinguíamos una cosa de la otra. Una maldición se había desatado sobre nuestros hombros. ¿Quién había escrito esta opera maldita?
Los que aún quedaban en la platea (quizás eran los francotiradores) aplaudían a rabiar y elogiaban la originalidad de la puesta en escena. “No se vayan muy lejos que todavía falta un acto” nos dijo el maestro. Miré la partitura y fue como ver el futuro incierto que nos esperaba.
Era inútil escapar del cuarto acto, el más largo de todos, el que transcurría con el teatro vacío. Todavía lo seguimos ejecutando.

Gabriel Falconi
Músico y escritor nacido en el Uruguay y radicado en la Argentina. Ganó el premio especial de narrativa breve de la Fundación La Faceta de Salamanca, España, en el 2005.

La astilla -Christian Nutz de la Calle



Angelo era uno de los asesinos más célebres en los círculos del Hampa y digo sólo célebre y no conocido porque muy pocos lo habían visto alguna vez. Únicamente los peces más gordos tenían que ver con él y no a menudo cuando se trataba de arreglar un asunto de manera drástica. Eso sí, se rumoreaba que sus ojos tenían el color del plomo y que atenazaba a la víctimas con el hielo de su mirada antes de matarlas.

Había nacido en una aldea cerca de Gela, en el sur de Sicilia. De hijos campesinos, su familia no había conocido otra cosa que no fuera hambre y miseria. Un buen día, el "Patrone" de la zona, el signore Aquino, ordenó asesinar al padre de Ángelo. Tuvo que morir para dar un escarmiento a los demás campesinos, para que no se les ocurriese ser tan quisquillosos como el padre a la hora de pagar el arriendo de las tierras. La venganza no se hizo esperar. El cacique solía ir los sábados a la barbería donde Tomasso, el primo de Ángelo, trabajaba como aprendiz. Ángelo lo esperó escondido en la parte trasera del local. Cuando el patrón se sentó en la silla y cerró los ojos, dejándose afeitar, Tomasso lo sujetó mientras Ángelo le cortaba el cuello de oreja a oreja. Luego, ambos escaparon. A los pocos días del asesinato, gracias a las pesquisas de los Carabinieri, sorprendieron al primo en su escondrijo en las montañas. A los hombres del difunto “Patrone” no les importó la presencia de los agentes del orden que hacían como si la cosa no fuera con ellos. Rociaron con gasolina al pobre Tomasso y después de dejarle lloriquear un buen rato, le prendieron fuego. Ángelo tuvo mejor suerte, consiguió llegar hasta Palermo. Una vez allí, consiguió enrolarse como pinche de cocina en un buque mercante que zarpaba hacia los Estados Unidos.

En América empezó con buen pie. Se alistó en un principio como simple"soldado" en las filas de la Mafia. Gracias a su sangre fría y a la lealtad que demostraba se ganó la confianza de los jefes. Con el tiempo se hizo indispensable y su reputación se alzó por las nubes. Hecho que le permitió independizarse más adelante y trabajar en solitario. Los que en un pasado lo habían conocido murieron o desaparecieron cuando no sabían guardar un secreto.
Ángelo había comenzado su aprendizaje como asesino donde los otros lo concluían, con el arma blanca. Matar a distancia con el fusil provisto de mira telescópica o poner una bomba requería talento, precisión, pero meterle cuatro puñaladas a alguien a sangre fría exigía agallas aparte de experiencia. Ángelo llegaba a identificarse con sus víctimas, saboreaba incluso su pánico. Este y no otro era el verdadero secreto de su maestría como asesino. Sin embargo lo más difícil de su profesión venía después, cuando había que deshacerse del cadáver, descuartizarlo o disolverlo en ácido sulfúrico, según requiriera la ocasión; había que tener coraje, sobre todo si se trataba de algún conocido que había caído en desgracia. Para Ángelo, su trabajo era más que un pasatiempo, mucho más que una labor realizada con esmero y precisión.
Lo que nadie sabía es que existía una fisura, una grieta en su naturaleza de granito. Ángelo tenía un hijo, un muchacho de quince años. Hacía de eso más de diez años, cuando el padre del muchacho, un abogado que husmeaba demasiado, se puso a malas con la Mafia y decidieron quitarlo de en medio, a él y a su familia. Ángelo aún desconocía el motivo, no pudo matar al pequeño. Había algo en el pequeño que le recordaba si mismo. Comenzó a hacer planes. Deseó que su hijo fuera algún día ingeniero, o médico, o incluso juez, porqué no. Ángelo invistió toda su energía en el pequeño.

Esto piensa Ángelo mientras limpia una de sus armas referidas, una Browning, sentado en un taburete junto a la ventana de la cocina. Su hijo a su lado contempla absorto el arma. Las calles están vacías, es domingo. El sol lanza destellos sobre la avenida. Muchos han partido de vacaciones y el cielo sonríe con tanta luz. 
El chico hace un ademán, le pide el revolver al padre. Al principio Ángelo vacila, pero luego sus labios se ensanchan en lo que podría ser una sonrisa y le ofrece el arma. El muchacho hace como si disparase contra blancos imaginarios imitando el estruendo de las balas con la boca. Dos arrugas en la frente del padre se oponen a la conducta del hijo. Quiere quitarle el revolver. El muchacho se aparta y lo apunta con el arma. Su rostro se oscurece. Adopta una expresión hasta entonces desconocida. Ángelo descubre por fin la afinidad que tanto los une y que en ese mismo instante se exterioriza en los ojos del muchacho a través de esa mirada acuosa de azul incienso, gélida como el plomo; la misma expresión con la que Ángelo se suele despedirse de sus víctimas. Angelo siente miedo por primera vez, pero ya era tarde. Escucha el disparo, antes de que su cabeza vaya a estamparse contra la pared y el proyectil le destroce el cráneo.

Su hijo nunca será ingeniero, o médico, ni mucho menos llegará a ser juez. Se convertirá en un asesino mucho mejor que su padre. Jamás cometerá la estupidez de adoptar a un hijo, a una astilla que le revuelva los escrúpulos.


Christian Eduardo Nutz de la Calle
Ante todo agradezco la gentileza de aquellos que se hayan tomado la molestia de leerme. Permítanme presentarme y escribir un par de líneas sobre mi persona. Nací en Barcelona, en marzo de 1963, hijo de madre española y padre alemán. Resido en este país desde hace más de veinte años. Sin embargo, es el castellano, mi lengua materna, en la que siempre he podido expresar mejor todas mis inquietudes.
Desde que tengo uso de razón me han fascinado los libros. Me encantaba imaginar y crear historias sobre las obras que desde la infancia devoraba, hasta que un día descubrí que la fantasía de los otros ya no me bastaba. Así pues, una vez superados mis primeros temores, me puse a escribir decidido a darle vida a mis propias quimeras que no eran pocas. Comencé escribiendo poesías, pasión que ya sentí en la adolescencia y que aún suelo practicar en mis ratos libres. Más tarde me atreví a escribir cuentos y relatos breves, entretenimiento que a la larga podríamos decir, se ha convertido en el núcleo principal de mi estilo.
Actualmente me dedico a la realización de una novela fantástica libro de cuentos. Mi género abarca un amplio espectro, aunque sin duda se me podría catalogar dentro de la ficción. Mi temática oscila entre la literatura fantástica y la novela de carácter existencialista.
 
¿Qué podría decirles más de mi? Pues sencillamente que me lean y luego juzguen, además no es mi intención aburrirles con tanta charla.
 

Un cordial saludo
 
Christian Eduardo Nutz de la Calle, Munich
 

Obras: "Cuentos de Luz y sombra en el Edén", cuentos y ficciones
"El desván de las quimeras", Narraciones y cuentos cortos
"Poemas de limbo", poemario

La muerte del agua -Enrique Anderson Imbert



El calor había venido rodando por los caminos de polvo y de sol y ya estaba junto a los hombres, dominando la siesta. Al menor ademán tropezábamos con su pulpa, pues él estaba echado largo a largo y en todas partes. (¡Esa impudicia de sus carnes fofas!) De poder lo habríamos asesinado con veinte mil puñales de hielo para que luego las nubes llevaran su cadáver por los aires y lo tirasen al mar. Pero no podíamos. Lo mejor era esperar a que descansase y se fuera en paz.
Eso hacía yo, aguantándome en un rincón del patio y tan quieto como las tinas y los helechos. Sólo yo estaba allí, y el patio existía porque yo lo miraba. Los demás huéspedes habían huido a sus celdas o al vestíbulo umbroso, olvidados de esta parte del hotel a la que i atención impedía deshacerse en la nada. El patio dorado y humeante como una fragua, me agradecía que no lo ignorase.
Tupidas enredaderas gateaban por las paredes y se detenían en deleitosas cuencas de frescura. Las macetas –coloradas- eran lámparas que borbotaban continuamente hojas y hojas de luz verde oscura. Pero esas sombras vegetales no alcanzaban a ensombrecer la radiante reverberación del sol.
Todo el paisaje en llamas se hizo más vivo –como si alguien lo hubiera soplado- cuando apareció por el otro extremo el mozo del hotel. El patio se encendió aún más bajo el reflector de los nuevos ojos: ¡muros y mosaicos vivían no solamente en mi conciencia, sino en la de otro hombre; eran, pues, verosímiles, no espectros de ensueño!
El mozo venía con las piernas desnudas y derritiéndose en sudor. Sus pies corrían una carrerita sobre invisibles ascuas y todo su cuerpo se le agobiaba por el peso de un balde repleto de agua. Yo, que había estado pensando en risas de surtidores, glicinas violáceas, húmedos hocicos de galgos, legiones de ángeles con sus alas en abanico, espejos, lluvias y cuanto refresca la mente, acogí la presencia del agua con la ansiosa inmovilidad de la raíz.
Entretanto el mozo se acercaba trayendo el agua desnuda, limpia, encogida en el balde como una doncella en su lecho apacible. Cuando llegó a las tinas el mozo hundió su vista de bestia cansada en la ternura del agua, que debía de estar soñando en el cielo azul y antes de que yo pudiera evitarlo levantó el balde y la arrojó con fuerza contra la pared. Una blanda estela de luz, torneada y móvil, intentó en el aire su milagro de hada. Pero se estrelló contra la dureza. El agua gritó de dolor y quedó atontada, con sus huesos molidos. Luego, como un pez fuera de la piscina, se removió agónicamente y fue aquietándose, dando saltitos cada vez más pequeños, hasta aflojarse en un estertor último. Quedó inerte, cubierta de colillas, de terrones, de basuras salidas abyectamente de los rincones y de las rendijas del patio. Y se deslizó flotante, como un cocodrilo muerto que sobrenada a la deriva llevando sobre sí la escoria del río.

 Enrique Anderson Imbert

(Córdoba-Argentina, 1910-2000)
Filósofo, docente, historiador, escritor, ensayista, crítico. Viviendo en La Plata, a los dieciséis años comenzó a publicar ensayos y cuentos en los periódicos de esa ciudad. Unos años después, en la ciudad de Buenos Aires publicó en La Nación, Sur, etc.
Dio cátedra en la Universidad Nacional de Cuyo y luego en la Universidad Nacional de Tucumán. En 1931 era editor de la sección literaria del legendario y socialista periódico platense “La Vanguardia”. Destituido de su cátedra en Tucumán por gobierno de Juan Domingo Perón, se fue a Estados Unidos becado por la Universidad de Columbia.
Se graduó de Profesor en Letras en 1940 y obtuvo el doctorado en 1945.
Enseñó en las universidades de Michigan, Princeton, Duke y Harvard. En Harvard se creó para él la cátedra y Literatura Hispanoamericana.
Es miembro de la Academia Argentina de Letras, de la Real Academia Española, la Sociedad Americana de Artes y Ciencias, la Academia Norteamericana de la Lengua, la Academia Chilena de la Lengua, la Academia de Artes y Ciencias de Puerto Rico.
Entre otros títulos honoríficos ha recibido el de Doctor en Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, Artium Magistrum de Harvard University, Profesor Honorífico de la Universidad Henríquez Ureña de Santo Domingo, Doctor Honoris Causa de la Universidad Nacional de Tucumán.
Sus cuentos mixturan de forma magistral lo fantástico y el realismo mágico.
Algunas de sus obras de narrativa podemos encontrar: Vigilia (novela), El mentir de las estrellas (cuentos), El gato de Cheshire (cuentos), El grimorio (cuentos), Las pruebas del caos (cuentos), El anillo de Mozart (cuentos).