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jueves, 12 de noviembre de 2009

EL HOMBRE QUE LE DABA DE COMER A SU SOMBRA -Leónidas Barletta-

Ésta es la historia: a la hora de la comida se presenta en el Boston Club un individuo alto, simpático, de frente despejada, afiladas las sienes. Una mirada humilde y altiva a la vez, le daba, junto con una sonrisa triste, cierto porte distinguido.
Los turistas lo recibieron con generosa tolerancia. Enseguida se supo quién era. Uno de los comensales ajustándose los lentes brillantes, se inclinó sobre su compañera de mesa, todo lo que le permitía su pechera dura, y dijo con una sonrisa estudiada:
-¿No lo conoce usted? Es un pobre diablo que pretende que da de comer a su sombra. Mister Roland lo ha hecho venir para que nos divierta ¿Vamos a ver qué patraña es esa!
Una voz gruesa y profunda tronaba:
-¡Magnífica salsa de hongos!
Con extremosa solicitud, los mozos de comedor vertían el vino dorado o rosado en copas verdes o rojas. Entre los cubiertos de plata y las flores, las botellas de agua mineral ponían una nota agreste e ingenua con sus etiquetas azules, con montañas y vertientes fabulosas.
Nuestro hombre se adelantó con paso elegante y con voz de limpio metal, dijo:
-Distinguidas damas y caballeros; a pedido de mister Roland, que me honra con su protección, tengo el agrado de presentarles una curiosidad que no ha podido ser desentrañada por ningún hombre de ciencia. Todos tenemos una constante compañera de nuestra vida, y es nuestra sombra, desde que vemos la luz hasta que morimos, reintegrándose a ella. Pero yo hace algunos años he logrado cierta intimidad con mi sombra y me he aplicado a conocer sus necesidades y sus inclinaciones. Creo necesario relatar cómo alcancé a entrar en el alma de mi propia sombra; pero si alguno de ustedes tiene curiosidad de saber en qué oportunidad descubrí que mi sombra podía seguir un camino distinto al que yo llevaba y cómo bajo la luna, en medio de la calma nocturna, comprendí que mi sombra vivía tanto como yo, con muchísimo gusto, mientras los señores toman el café, haré el relato por una pequeña suma adicional. Enseguida, correspondiendo al señalado favor del caballero que me ha socorrido, demostraré a ustedes la real existencia de mi sombra, la querida y leal compañera de mi vida.
Fue solemnemente hasta el botón de la luz y dejó la mitad del salón comedor en una semipenumbra que permitía, sin embrago, precisar con facilidad las caras y las cosas.
Se aproximó, luego, a la pared y su silueta alta y fina se proyectó con nitidez. Hubo unos segundos de silencio completo y todos se inclinaron para ver bien lo que iba a ocurrir. Entonces, sin que, al parecer, el hombre se hubiese movido, la sombra se inclinó ligeramente y saludó con una galera alta, con discreta elegancia.
Mirando atentamente no se hubiese podido decir en el momento, que la sombra tenía una forma determinada. Era más bien una silueta vaga, alta, como la de una persona anticuada en el vestir.
Juntando las manos como quien va a soltar una paloma, anunció:
-¡Jinete saltando vallas!
Y en la pared saltó la silueta de un jinete.
-¡Conejo comiendo repollo!
Y apareció el conejo en la verdura.
-¡Cabra trepando!
Y la cabra empezó a subir dificultosamente una ladera escarpada.
-Ya lo han visto, señores. Hemos tomado un poco de sombra, para plasmar las más fugaces imágenes. Sólo me falta conseguir la vida independiente de estas figuras y habré descubierto un nuevo mundo silencioso, de cuya existencia he dado pruebas con esta sencilla demostración.
Se apartó de la pared y la sombra se alargó fantásticamente hasta quebrarse en el cielorraso.
Con la voz un poco misteriosa, en tono frío y desagradable, añadió:
-Distinguidas damas y caballeros: la existencia real de mi sombra, independientemente de mi persona, los estudios que realizo pacientemente para lograr desprenderla de mi lado, me permiten esta rara experiencia: mi sombra, cuando se lo ordeno asume sus condiciones de ente real… Y come. Voy a efectuar una rápida muestra ¿Qué le damos de comer a mi sombra?
Algunas risitas no muy firmes recibieron estas palabras. Una vocesita femenina, melosa, bisbiseó:
-Me desagradan estas brujerías.
-¿Le dan miedo?
-Me desagradan.
El hombre repitió:
-¿Qué le damos de comer a mi sombra?
La voz de trueno dijo:
-Toma, dale esta galantina de pavo ¡Está riquísima!
Estallaron las risotadas. El hombre tomó el plato que le ofrecían y se acercó a la pared; su sombra, elásticamente volvió del techo, casi se pegó a su cuerpo, y de pronto, sin que él se movieses –se le veía bien-, la sombra puso sus finas manos en el plato, tomó su parte con delicadeza, la llevó a la boca; masticaba, engullía…
-¡Curioso!
-Pero, ¿usted cree?
-¡Por Dios, señora, ya he dejado lejos la época del biberón!
-Pero… No me negará que el truco está bien.
-Señores: ¿qué le damos de comer a mi sombra?
-Dele esta pechuga de pollo.
-Aquí hay pastel de manzanas.
-¡Peras! Sería bueno ver cómo se las arregla para embuchar peras.
-Muy bien, señores: ahora la pechuga ¿Quieren tener la bondad de facilitarme una servilleta? Gracias.
Toda la mesa tomaba parte en la diversión, con el mejor humor.
-Dale más pasteles, está un poco flaca tu sombra.
-No me negará que el hombre es ingenioso.
-¡Oye, barbián! ¿No bebe tu sombra? Dale esta copa de Vieux Sauternes que vuelve el alma al cuerpo…
-¡No puedo más de la risa!...
La sombra comió, bebió y fumó, inmutable; luego el hombre, impávido, triste, volvió a encender todas las luces. Sus facciones parecían más pálidas. Dijo gravemente:
-Distinguidas damas y caballeros: sé que una tan misteriosa prueba encuentra campo propicio para la jarana y la incredulidad, pero no importa: día vendrá en que se reconozcan y premien los estudios que he efectuado para lograr la independencia de nuestra sombra. Antes de retirarme invito a todos los que tengan dudas, a que registren mis ropas para que tengan la certeza absoluta de que no llevo nada oculto. Los manjares que han tenido la gentileza de obsequiarme los ha comido mi sombra, tan cierto como me llamo Barón Camilo Flecher. Muchas tgracias, buen provecho y buenas noches.
-¡Vaya con Dios!
-No estamos aquí para practicar registros.
-En mi vida he visto un tipo que haga divertir tanto con una cara de entierro.
-Basta de brujerías; un poco de música.
Camilo Flecher, que se llamaba en verdad Juan Marino, inclinó la cabeza en tres direcciones distintas y salió gravemente del comedor. Al cruzar el jardín de invierno, sintió que lo agarraban con brusquedad de un brazo.
-No quiero verter por aquí –le dijo bruscamente el pesquisa-. La próxima vez irás a dormir a la comisaría con sombra y todo.
Bajó la cabeza y salió caminando despacio. Al doblar la esquina se irguió un poco y apresuró el paso. Bajó las escaleras del subterráneo en Perú. Subió al tren y por sus ojos cansados empezaron a desfilar vertiginosamente las columnas, los focos de luz, los letreros de las estaciones. Bajó en Medrano, anduvo mirando las baldosas y vino a dar en el número ochenta y nueve de Sadi-Carnot. Subió tres pisos y casi sin aliento, tocó suavemente con los huesos de los dos dedos en una puerta.
Abrió una muchacha como de quince o dieciséis años de edad, de frente despejada, ojos profundos.
-Los chicos no han querido dormirse hasta que vinieras –dijo, apartándose para darle paso-. ¡Me dan un trabajo!
En una cama de matrimonio jugaban dos niños rubios que lo recibieron con alegría.
-¿Les diste la leche? –preguntó.
-El lechero no quiso dejarla.
El hombre se mordió los labios sin replicar. Besó a los niños y se aproximó a la mesa; pero de modo que ellos no pudiesen ver más que su espalda.
La muchacha se acercó y le dijo despacito:
-¿Trajiste algo?
Él, sin responder, extrajo de entre sus ropas, una servilleta en doblez y sacó de ella, una pechuga de pollo, dos cucharitas de plata.
La muchacha insistió en voz baja:
-¿Nada más?
El hombre no pudo reprimir una leve sonrisa. Acaso su sonrisa era tan leve, como sutil su pensamiento. Dio vuelta la bocamanga de su saco y desprendió un alfiler de corbata con una perla y un broche con una cruz de diamantes.
La muchacha los hizo rebrillar en la palma de la mano y murmuró:
-¡Qué bonitos!
Tomó, luego, un pan de encima de la repisa, lo abrió fácilmente por la mitad y ocultó en él las joyas. Enseguida cortó en trozos la comida, la puso en un plato y sentada en el borde del lecho se puso a comer con sus hermanos.
-¿No querés algo de esto, papá?
-No –respondió él sin volver la cabeza-. Coman ustedes. Yo he comido.
Barino o Barón Marino, se había sentado de cara a la ventana y miraba ensimismado los techos de la ciudad dormida. La luz de la lamparita eléctrica daba en sus sienes flacas y tristes y la sombra que proyectaba su perfil tomaba la misteriosa forma de una mujer, peinada a la antigua, que parecía recostarse dulcemente en su hombro.







LEÓNIDAS BARLETTA (Buenos Aires 1902-1975)

Narrador y ensayista argentino, fundador del Teatro del Pueblo, con el que se inició el movimiento del teatro independiente argentino y donde Roberto Arlt estrenó sus obras. Se vinculó a los escritores del grupo de Boedo, que defendían el realismo social. Fue secretario de redacción de la revista Claridad y fundó y dirigió el periódico cultural Propósitos, una singular tribuna de la izquierda independiente argentina de mediados del siglo XX.


A través de diarios y revistas dio a conocer artículos en los que defendía el valor de la literatura como testimonio y denuncia de los problemas sociales. Es autor de obras dramáticas como Odio (1931) y La edad del trapo (1952). Escribió también relatos y novelas: Cuentos realistas y canciones agrias (1923), Vientos trágicos, María Fernanda (1924), Los pobres (1925), Vidas perdidas, Royal circo (1926) y, sobre todo, Cuentos del hombre que daba de comer a su sombra (1957).

Fuente de la biografía: http://www.biografiasyvidas.com/biografia/b/barletta.htm