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viernes, 11 de diciembre de 2009

Ser esdújulo -Francisco javier Arqueros-

Siempre me gustaron los acentos. Ellos son únicos, contundentes. Establecen límites o, mejor dicho, ponen las cosas en su justa medida. Los acentos son al lenguaje lo que las especias y hierbas aromáticas al milenario arte de la gastronomía. Dan el toque, la nota justa.
Pero ellos, los acentos, no siempre se explicitan; a veces les gusta jugar de agentes encubiertos, por joder nomás. Es por eso que nuestra lengua, la mejor del mundo por lejos, se permite el lujo de tener acentos fonéticos y ortográficos. Allí están entonces las tildes, denominación que siempre me ha parecido débil, insegura y sobre todo equívoca.
Buscando en el sacrosanto diccionario encuentro que ellas son una “virgulilla o rasgo que se pone sobre algunas abreviaturas, el que tiene la ñ y cualquier otro signo que se use para distinguir una letra de otra o indicar su acentuación.” Hasta aquí las cosas, a mi ver, no están muy claras. Pero esto no queda allí. El sacrosanto se despide con “tacha, nota denigrativa… cosa mínima.” No lo soporto. ¿Cómo es que un portentoso acento terminaría siendo, en una interpretación equívoca, algo mínimo, si resulta que El, el gran acento, le pone sal a la lengua? Además ¿qué es esto de virgulilla? Suena mal. Porque una virgulilla resulta ser “cualquier -cualquier, o sea que da lo mismo- signo ortográfico de figura de coma, rasguillo o trazo, como el apóstrofo, la cedilla, la tilde de la ñ y la raya que se pone sobre las abreviaturas -o lo que es peor- cualquier rayita o línea corta y muy delgada.” ¿Qué esto de cualquier rayita? Un claro ninguneo a su majestad el acento.
La labilidad de los tiempos y los mismos hechos nos han hecho saber que las tildes pueden ser (y son) groseramente olvidadas y tales olvidos finalmente son aceptados por la fuerza numérica, expansiva, de la simplificación progresiva del lenguaje que, nos guste o no, implica la reducción de las ideas. Las ideas, se desarrollan a partir del leguaje. Una simbiosis maravillosamente necesaria que debería ser prufundizada insistentemente. Es que no se pueden desarrollar las ideas (el pensamiento) si no contamos con las palabras y, ellas, deben ser esencialmente correctas, justas y precisas. Si no ocurre así, las ideas se van a... ya saben dónde.
Las palabras, como las ideas, pueden ser agudas, graves o esdrújulas. También pueden ser simplemente palabras, sin la necesidad de caracterización alguna, son las que nada dicen, las de los discursos vacíos. Lo que no es aceptable es que las palabras, esencia de las ideas terminen en manos de la virgulillación, a dos pesos por rayita corta y muy delgada. Acentos, señores y señoras, acentos. Definición y claridad. Que ya está bien de virgulillas. Acento, espacio en el que se produce la mayor intensidad de voz con que se pronuncia el núcleo vocálico de la sílaba de una palabra.
Y, si de acentos hablamos, tildados o no, nos encontramos con tres categorías, una de ellas con su “up grade”. Las palabras acentuadas son agudas (u oxítonas), llanas o graves (o paroxítonas) y esdrújulas (o proparoxítonas) y con lo que he llamado un “up grade” las sobreesdrújulas, que serían algo así como una orgía de la acentuación. Por suerte son escasas, en defensa de la moral y las buenas costumbres, digo. Porque hay que ser proparoxítono y ni te cuento si se termina siendo ultra proparoxítono… No habría cuaderno ni palotes que aguanten.
Las palabras agudas me parecen concretas, definitorias, incisivas y a veces, dolorosas. Revés, vivió, jabalí, perdió, patán, jardín, robó, cumplió, virrey, Uruguay…
Las llanas o graves son, precisamente, graves. Por ahí resultan algo más serias. Carácter, pómez, fórceps, fácil… En general no me motivan, aunque tienen lo suyo. Son serias.
Y las esdrújulas (ni hablar de las sobreesdrújulas) son excitantes, contundentes a más no poder y, además, siempre llevan su virgulilla, para mí -un arcaico- el acento explícito. Carámbano, forúnculo, régimen, límite, anárquico, ignífugo, pedúnculo, cúmulo, fascículo, ridículo, retícula, módulo, adminículo…
Luego tenemos las palabras átonas (definición esdrújula, por cierto), que –supongo- ponen las cosas en equilibrio o terminan desfigurando el discurso, a fuerza de hablar de nada. Como culo, curiosa terminación de muchas palabras esdrújulas. ¿Será que nuestras posaderas son, además de soñadas y ansiadas en más de una oportunidad, el equilibrio o en todo caso, el bálsamo moderador a tanta pasión, la humana? ¿Será que de tanto discurso que no expresa nada, nos va como el mismísimo culo? Dicho de otro modo, si se menciona al crepúsculo, ¿en qué estaríamos pensando?
Me defino, no esquivo al bulto. Apuesto a lo esdrújulo. Es, probablemente, más complejo y expuesto. Pero ¿quién te quita lo vivido, por aciago que resulte? Como bien definió Pedro Mairal, el culo se va, te abandona...





Francisco Javier Arqueros (1952)
Arquitecto y "enseñante aficionado", como él mismo se define. Reside en Ushuaia, Tierra del Fuego, Argentina.
http://arsushuaia.blogspot.com/

viernes, 4 de diciembre de 2009

Vení llorado -Eduardo Belgrano Rawson

Mi tía, que también tiene su historia, está cansada de poner la oreja para las tragedias ajenas, sobre todo a partir del Cacerolazo, cuando el país quedó culo arriba y la gente no hacía más que contar miserias. Todo el mundo se cree en derecho a atosigarla con su operación de la próstata o el último asalto que padeció. Total que la buena mujer, cuando te ofrece su casa, sólo pone una condición: que no la usen de paño de lágrimas. “Te espero a las ocho”, dice, “pero vení llorado”. No quiere que el llanto de los parientes le arruine sus empanadas.


Pero es demasiado pedir. Hay mucho estrés en el aire. En menos que canta un gallo, su casa es un lloradero. Ahora el grifo lo abre Fernanda, que lleva su cruz de maestra en una escuela municipal. Confiesa que a la salida debe quitarle el cuaderno a los chicos porque en la villa los usan para hacer fuego. Eso es suficiente para que Mariela, que enseña lengua en Lugano, se zambulla en su propio drama. Ayer un encapuchado entró mientras daba clase y le tiró un baldazo de agua. Luego huyó a la carrera y todavía lo están buscando. Mariela, como tantas de sus colegas, está sorda y afónica y loca como una chicharra, así que sella su historia del encapuchado con un ataque de hipos. Para peor, hoy es viernes, el día más negro de la docencia. Revela que está en tratamiento psiquiátrico y entonces todos caemos en un frenesí de tragedias.

El único que calla es mi tío, mientras rumia su empanada. No deja de ser irónico, pues ningún otro de la familia ha respirado tan cerca el soplo de la desgracia. El año pasado, después de pensarlo mucho, decidió operarse el juanete. No alcanzó a llegar al quirófano, pues a los camilleros se les cayó por el hueco de la escalera. Entonces debieron operarlo de urgencia, pues es había partido el brazo y ya le asomaba el hueso. En mitad de la cirugía tuvo un paro cardíaco y hubo que abrirle el pecho. Luego estuvo seis meses en terapia psicológica. Al juanete nunca se lo tocaron.

Cuando se agota la hora del sufrimiento, la reunión cambia de rumbo. Ahora es el turno de las leyendas urbanas, esas cosas descojonantes que le ocurren a la gente ignota, amigos de alguien o algo así, que luego todos repiten como si fuera la verdad revelada.

Son la pasión de Fernanda, que espera agazapada. Si mi tío la emprende con su juanete, ella dirá que no es nada comparado con lo de Martha, una dentista tetona que vive por Caballito.

Parece que una mañana, Martha llegó a su casa con las hormonas en alza, hirviendo en ganas de revolcarse con el amor de su vida. Ni bien tocó el picaporte, ya estaba llamando al Negro. Se lo encontró en la cocina, debajo de la pileta, arreglando una gotera histórica. La imagen de su marido arrodillado en el piso, luchando con una llave francesa, la derritió de lujuria. El Negro es un animal de gimnasio, que de short y camiseta está para chuparse los dedos.

De modo que Martha, sin contenerse, hundió sus dedos habilidosos entre los muslos transpirados del Negro, al tiempo que resollaba: “¿De quién son estos huevitos?” Entonces el desgraciado pegó tal cabezazo que se desnucó contra la mesada.

Para qué contar el resto, si el episodio figura en ochenta sitios de Internet, junto con la historia del lazarillo asesino, un perro que eliminaba a sus dueños haciéndolos cruzar la autopista cuando venía el Expreso Cañuelas. Le hacemos notar a Fernanda que es una historia gastada, pero ella resiste a pie firme.

Ustedes podrán decir lo que quieran, dice Fernanda, pero Martha fue la primera; en todo caso, la leyenda empezó con ella. Pero bueno, el desnucado no fue su marido sino el plomero, que murió descerebrado en aquella cocina siniestra.

Lo lindo de estas historias es que, comparadas con ellas, no hay sufrimiento que alcance. Mi tía, de cualquier modo, siempre nos pide lo mismo: que ya lleguemos llorados a comer sus empanadas.









EDUARDO BELGRANO RAWSON

Nacido en San Luis de la Punta de los Venados, provincia de San Luis, en 1943.
Narrador, periodista y guionista de historieta. Publicó No se turbe vuestro corazón (1974) y El náufrago de las estrellas (1979), Fuegia (1991), por la que recibió el Premio de la Critica; Noticias secretas de América (1998); Setembrada (2001) y Rosa de Miami (2005). En 1994 obtuvo el premio Konex en el rubro novela. En 2006 editó un libro de cuentos: El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos.

jueves, 12 de noviembre de 2009

EL HOMBRE QUE LE DABA DE COMER A SU SOMBRA -Leónidas Barletta-

Ésta es la historia: a la hora de la comida se presenta en el Boston Club un individuo alto, simpático, de frente despejada, afiladas las sienes. Una mirada humilde y altiva a la vez, le daba, junto con una sonrisa triste, cierto porte distinguido.
Los turistas lo recibieron con generosa tolerancia. Enseguida se supo quién era. Uno de los comensales ajustándose los lentes brillantes, se inclinó sobre su compañera de mesa, todo lo que le permitía su pechera dura, y dijo con una sonrisa estudiada:
-¿No lo conoce usted? Es un pobre diablo que pretende que da de comer a su sombra. Mister Roland lo ha hecho venir para que nos divierta ¿Vamos a ver qué patraña es esa!
Una voz gruesa y profunda tronaba:
-¡Magnífica salsa de hongos!
Con extremosa solicitud, los mozos de comedor vertían el vino dorado o rosado en copas verdes o rojas. Entre los cubiertos de plata y las flores, las botellas de agua mineral ponían una nota agreste e ingenua con sus etiquetas azules, con montañas y vertientes fabulosas.
Nuestro hombre se adelantó con paso elegante y con voz de limpio metal, dijo:
-Distinguidas damas y caballeros; a pedido de mister Roland, que me honra con su protección, tengo el agrado de presentarles una curiosidad que no ha podido ser desentrañada por ningún hombre de ciencia. Todos tenemos una constante compañera de nuestra vida, y es nuestra sombra, desde que vemos la luz hasta que morimos, reintegrándose a ella. Pero yo hace algunos años he logrado cierta intimidad con mi sombra y me he aplicado a conocer sus necesidades y sus inclinaciones. Creo necesario relatar cómo alcancé a entrar en el alma de mi propia sombra; pero si alguno de ustedes tiene curiosidad de saber en qué oportunidad descubrí que mi sombra podía seguir un camino distinto al que yo llevaba y cómo bajo la luna, en medio de la calma nocturna, comprendí que mi sombra vivía tanto como yo, con muchísimo gusto, mientras los señores toman el café, haré el relato por una pequeña suma adicional. Enseguida, correspondiendo al señalado favor del caballero que me ha socorrido, demostraré a ustedes la real existencia de mi sombra, la querida y leal compañera de mi vida.
Fue solemnemente hasta el botón de la luz y dejó la mitad del salón comedor en una semipenumbra que permitía, sin embrago, precisar con facilidad las caras y las cosas.
Se aproximó, luego, a la pared y su silueta alta y fina se proyectó con nitidez. Hubo unos segundos de silencio completo y todos se inclinaron para ver bien lo que iba a ocurrir. Entonces, sin que, al parecer, el hombre se hubiese movido, la sombra se inclinó ligeramente y saludó con una galera alta, con discreta elegancia.
Mirando atentamente no se hubiese podido decir en el momento, que la sombra tenía una forma determinada. Era más bien una silueta vaga, alta, como la de una persona anticuada en el vestir.
Juntando las manos como quien va a soltar una paloma, anunció:
-¡Jinete saltando vallas!
Y en la pared saltó la silueta de un jinete.
-¡Conejo comiendo repollo!
Y apareció el conejo en la verdura.
-¡Cabra trepando!
Y la cabra empezó a subir dificultosamente una ladera escarpada.
-Ya lo han visto, señores. Hemos tomado un poco de sombra, para plasmar las más fugaces imágenes. Sólo me falta conseguir la vida independiente de estas figuras y habré descubierto un nuevo mundo silencioso, de cuya existencia he dado pruebas con esta sencilla demostración.
Se apartó de la pared y la sombra se alargó fantásticamente hasta quebrarse en el cielorraso.
Con la voz un poco misteriosa, en tono frío y desagradable, añadió:
-Distinguidas damas y caballeros: la existencia real de mi sombra, independientemente de mi persona, los estudios que realizo pacientemente para lograr desprenderla de mi lado, me permiten esta rara experiencia: mi sombra, cuando se lo ordeno asume sus condiciones de ente real… Y come. Voy a efectuar una rápida muestra ¿Qué le damos de comer a mi sombra?
Algunas risitas no muy firmes recibieron estas palabras. Una vocesita femenina, melosa, bisbiseó:
-Me desagradan estas brujerías.
-¿Le dan miedo?
-Me desagradan.
El hombre repitió:
-¿Qué le damos de comer a mi sombra?
La voz de trueno dijo:
-Toma, dale esta galantina de pavo ¡Está riquísima!
Estallaron las risotadas. El hombre tomó el plato que le ofrecían y se acercó a la pared; su sombra, elásticamente volvió del techo, casi se pegó a su cuerpo, y de pronto, sin que él se movieses –se le veía bien-, la sombra puso sus finas manos en el plato, tomó su parte con delicadeza, la llevó a la boca; masticaba, engullía…
-¡Curioso!
-Pero, ¿usted cree?
-¡Por Dios, señora, ya he dejado lejos la época del biberón!
-Pero… No me negará que el truco está bien.
-Señores: ¿qué le damos de comer a mi sombra?
-Dele esta pechuga de pollo.
-Aquí hay pastel de manzanas.
-¡Peras! Sería bueno ver cómo se las arregla para embuchar peras.
-Muy bien, señores: ahora la pechuga ¿Quieren tener la bondad de facilitarme una servilleta? Gracias.
Toda la mesa tomaba parte en la diversión, con el mejor humor.
-Dale más pasteles, está un poco flaca tu sombra.
-No me negará que el hombre es ingenioso.
-¡Oye, barbián! ¿No bebe tu sombra? Dale esta copa de Vieux Sauternes que vuelve el alma al cuerpo…
-¡No puedo más de la risa!...
La sombra comió, bebió y fumó, inmutable; luego el hombre, impávido, triste, volvió a encender todas las luces. Sus facciones parecían más pálidas. Dijo gravemente:
-Distinguidas damas y caballeros: sé que una tan misteriosa prueba encuentra campo propicio para la jarana y la incredulidad, pero no importa: día vendrá en que se reconozcan y premien los estudios que he efectuado para lograr la independencia de nuestra sombra. Antes de retirarme invito a todos los que tengan dudas, a que registren mis ropas para que tengan la certeza absoluta de que no llevo nada oculto. Los manjares que han tenido la gentileza de obsequiarme los ha comido mi sombra, tan cierto como me llamo Barón Camilo Flecher. Muchas tgracias, buen provecho y buenas noches.
-¡Vaya con Dios!
-No estamos aquí para practicar registros.
-En mi vida he visto un tipo que haga divertir tanto con una cara de entierro.
-Basta de brujerías; un poco de música.
Camilo Flecher, que se llamaba en verdad Juan Marino, inclinó la cabeza en tres direcciones distintas y salió gravemente del comedor. Al cruzar el jardín de invierno, sintió que lo agarraban con brusquedad de un brazo.
-No quiero verter por aquí –le dijo bruscamente el pesquisa-. La próxima vez irás a dormir a la comisaría con sombra y todo.
Bajó la cabeza y salió caminando despacio. Al doblar la esquina se irguió un poco y apresuró el paso. Bajó las escaleras del subterráneo en Perú. Subió al tren y por sus ojos cansados empezaron a desfilar vertiginosamente las columnas, los focos de luz, los letreros de las estaciones. Bajó en Medrano, anduvo mirando las baldosas y vino a dar en el número ochenta y nueve de Sadi-Carnot. Subió tres pisos y casi sin aliento, tocó suavemente con los huesos de los dos dedos en una puerta.
Abrió una muchacha como de quince o dieciséis años de edad, de frente despejada, ojos profundos.
-Los chicos no han querido dormirse hasta que vinieras –dijo, apartándose para darle paso-. ¡Me dan un trabajo!
En una cama de matrimonio jugaban dos niños rubios que lo recibieron con alegría.
-¿Les diste la leche? –preguntó.
-El lechero no quiso dejarla.
El hombre se mordió los labios sin replicar. Besó a los niños y se aproximó a la mesa; pero de modo que ellos no pudiesen ver más que su espalda.
La muchacha se acercó y le dijo despacito:
-¿Trajiste algo?
Él, sin responder, extrajo de entre sus ropas, una servilleta en doblez y sacó de ella, una pechuga de pollo, dos cucharitas de plata.
La muchacha insistió en voz baja:
-¿Nada más?
El hombre no pudo reprimir una leve sonrisa. Acaso su sonrisa era tan leve, como sutil su pensamiento. Dio vuelta la bocamanga de su saco y desprendió un alfiler de corbata con una perla y un broche con una cruz de diamantes.
La muchacha los hizo rebrillar en la palma de la mano y murmuró:
-¡Qué bonitos!
Tomó, luego, un pan de encima de la repisa, lo abrió fácilmente por la mitad y ocultó en él las joyas. Enseguida cortó en trozos la comida, la puso en un plato y sentada en el borde del lecho se puso a comer con sus hermanos.
-¿No querés algo de esto, papá?
-No –respondió él sin volver la cabeza-. Coman ustedes. Yo he comido.
Barino o Barón Marino, se había sentado de cara a la ventana y miraba ensimismado los techos de la ciudad dormida. La luz de la lamparita eléctrica daba en sus sienes flacas y tristes y la sombra que proyectaba su perfil tomaba la misteriosa forma de una mujer, peinada a la antigua, que parecía recostarse dulcemente en su hombro.







LEÓNIDAS BARLETTA (Buenos Aires 1902-1975)

Narrador y ensayista argentino, fundador del Teatro del Pueblo, con el que se inició el movimiento del teatro independiente argentino y donde Roberto Arlt estrenó sus obras. Se vinculó a los escritores del grupo de Boedo, que defendían el realismo social. Fue secretario de redacción de la revista Claridad y fundó y dirigió el periódico cultural Propósitos, una singular tribuna de la izquierda independiente argentina de mediados del siglo XX.


A través de diarios y revistas dio a conocer artículos en los que defendía el valor de la literatura como testimonio y denuncia de los problemas sociales. Es autor de obras dramáticas como Odio (1931) y La edad del trapo (1952). Escribió también relatos y novelas: Cuentos realistas y canciones agrias (1923), Vientos trágicos, María Fernanda (1924), Los pobres (1925), Vidas perdidas, Royal circo (1926) y, sobre todo, Cuentos del hombre que daba de comer a su sombra (1957).

Fuente de la biografía: http://www.biografiasyvidas.com/biografia/b/barletta.htm